Nos dejó pasar antes de cerrar la tranquera. No importaba que nos prohibieran hablarle. Era un hombre callado. Y la verdad es que tampoco podíamos hacerle muchas preguntas. No podíamos preguntarle a dónde iba porque era un croto y eso era lo de menos. No podíamos preguntarle de dónde era porque teníamos esa edad en que una no averigua lo que no le importa. No queríamos preguntarle si tenía familia porque eso equivalía a que nos preguntaran a nosotros cómo iban las cosas en el colegio, y entonces era un golpe bajo. También sabíamos que no valía la pena preguntarle cómo estaba porque estaba en funciones, con el hacha en la mano y un encargo del capataz.
Además, la experiencia con otros crotos nos había servido para algo y conocíamos el resultado de esas preguntas: ninguno. Conocíamos la mueca, más paciente que sobradora, que iba a dedicarnos, si era que iba a dedicarnos algo. Cuando se fuera, íbamos a entrar en la crotera para revisarla en busca de alguna pista. Pero el misterio tenía final cantado: los crotos no dejaban rastros. Si tenían algo para olvidarse, no eran crotos.
Papá nos contó que cuando era chico pasó por el campo un croto de ojos claros y acento torpe. Le decían “Alemán”. Decían que era un nazi fugitivo. También nos contó de otro que se fue con un circo y se hizo malabarista (cuando el circo volvió, Papá fue a verlo y el croto lo saludó). Es decir que además de ser un croto, el hombre podía ser un asesino, una estrella potencial, el Diablo, Jesucristo.
Llegó una tarde. Nadie lo vio venir. Apareció marcando el paso, con una marcha sostenida, como si hubiera salido de la profundidad. Había que tener carácter para caminar kilómetros y atravesar lotes de campo. El frío cortaba la piel; la lluvia era un problema; el calor, además de lo obvio, enfermaba; la gente miraba mal. Los perros corrieron a ladrarle, pero no se asustó. Pensamos: «Este hombre caminó media provincia, vino del lado de la Navarra, ¿dónde durmió la noche del granizo?». Pero el mayordomo le dijo a Papá que el croto llegó en el tren de carga. Por alguna razón, decidió bajarse en el pueblo, aunque todas las estaciones eran parecidas, con una Virgen de Luján en un nicho.
El croto enfiló hacia el monte como si conociera. Mi hermano mayor dijo después que a lo mejor ya había estado antes —algunos crotos hacían rondas anuales y cada tanto volvían a pasar la noche a un campo donde los habían tratado bien—. Nosotros parecíamos los recién llegados por seguirlo. No había camino en el monte y el croto inventaba lugares nuevos en su avance. Ya hacía calor y las palomas molestaban con su cantito de siempre. Dije: «Ya están llorando», y el croto dijo: «No es un llanto». La tormenta había tirado algunos árboles. Los troncos seguían húmedos, con la madera blanda. El croto tenía que encontrar las partes más secas, salvar lo que podía, cortar ramas y llevar la leña al galpón. Señaló un árbol con la cabeza y lo seguimos.
Fragmento del cuento No es un llanto, parte del libro Tres hermanos, de Esther Cross, publicado por Tusquets en 2016
Pintor. Vincent Van Gogh. “Campo de trigo en lluvia”
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