Claudio Alejandro Ostrej fue secuestrado el 15 de julio de 1977. Para esa época, el Taller “Horacio Quiroga” organizaba sus reuniones en una sala del Teatro IFT, al igual que el Taller de Poesía al que concurría Claudio, el “Mario Jorge de Lellis”. Amadeo Lukas, sobreviviente del Taller “Horacio Quiroga”, recuerda a Claudio, que se hacía llamar Caludio, como “un buen compañero de todos. Pese a que apenas nos conocíamos, lo teníamos bien identificado, con su cabellera rojiza y enrulada, su vitalidad y buen humor. Después del trabajo de taller muchos nos reuníamos a tomar algo en el León Paley, bar de la esquina de Boulogne Sur Mer y Corrientes, y fue uno de esos sábados a la tarde que nos atragantamos esa suerte de merienda compartida, al enterarnos de que Caludio había sido secuestrado”. Se desconoce dónde fue secuestrado, y no hay testimonio de su paso por un centro clandestino de detención. Era empleado, tenía 21 años y militaba en la Federación Juvenil Comunista.
Solo una ráfaga de viento
Todo el paisaje era como el sol. Inmóvil en el cielo exasperantemente azul, demasiado perfecto como un decorado en un estudio de cine. Las vías férreas, relucientes y vacías. El pedregullo detenido entre los dos durmientes. Apenas había viento, solo leves ráfagas que bordeaban las delgadas figuras de Lucía y Lucrecia.
Lucía trataba de no pestañar; como si al hacerlo, aunque solo una vez, nada más que una, perdería detalles de las colinas que se extendían interminablemente verdes y plácidas. Giraba en forma lenta la cabeza estilizada y de hermosos ojos azules, la brisa se enredaba en sus cabellos.
Lucrecia apoyaba sus nueve años sobre el durmiente y el silencio. Los ojos azules giraban sobre el horizonte una y otra vez y la brisa siempre le respondía. Escudriñaba borrosos recuerdos. La escuelita de piedra fría en invierno y su goce verdadero cuando miraba pasar los trenes. Se imaginaba al igual que Lucrecia (hermanas ilusiones en un pueblito árido) las caras de los viajeros. Mantenían la idea casi obsesiva de los rostros alegres, pero hacía un tiempo presentían alguna tristeza en sus labios.
Los días y el sol habitaban naturalmente en ellas como una parte de su ser. Empezaron a nublarse sus diarios cielos. Lucrecia insistía en mantener el ritual de apoyar la cabeza sobre el durmiente. Lucía prefería encerrarse en la casa. Cada una a su manera, trataban de no pensar en ese presentimiento. Gracias a una débil ilusión sostenida por el hábito, Lucrecia despejaba el miedo.
Aquel día, las mutuas disposiciones fueron variando. Lucía apenas duró en medio del escenario, se alejó lenta y expectante. Lucrecia la miraba, trató de insistir pero no podía dejar de mirarla. Giraba el rostro pero era distinto, algo turbio había en él. La brisa, antes ligera, caía espesa sobre sus cabellos y se quedaba ahí como anticipando algo.
El penacho de humo blanco-enfermizo se acercaba. Seguía retrocediendo, apenas moviendo las manos, apenas articulando palabras. El perfil negro detrás del humo se hacía más visible. Ya se perfilaba toda su imponente estructura. Lucrecia se acercó a su hermana que miraba como hipnotizada. Con un paso decidido y mortuorio el tren avanzaba con sus coches vacíos donde solo habitaban restos del humo blanquecino.
Caludio, 1977
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