Premat Raúl Horacio

Raúl Horacio Premat era casado, había estudiado en el Integral de Munro. Trabajaba de publicista y era miembro del sindicato de publicidad. Era de filiación trotskista. Tenía 53 años cuando fue secuestrado en su domicilio ubicado en la localidad de Olivos, provincia de Buenos Aires, el 29 de abril de 1976. No hay testimonios de su paso por un centro clandestino de detención.

“Sí, señor… ¿Qué deseaba?”

El asunto es que estoy aquí. ¿Qué hago ahora? No sé. ¿Por qué viene, entonces? De gusto no. Vine para algo. ¿Toco el timbre? La puerta. No puedo estar detenido frente a una puerta cerrada, de un departamento cualquiera, que no conozco, por nada. ¿Qué vine a hacer aquí? Por algo vine, por algo me detuve ante esta casa, después de caminar mucho, sin fijarme en calles ni números, sin conocer la casa. Por algo subí no sé cuántos pisos por la escalera. No sé cuántos, no sé en qué piso estoy, ni por qué de repente me detuve frente a esta puerta, que es una puerta de departamento cualquiera. ¿Por saber qué pasa tras ella? ¿Por buscar una vida que vive tras ella? ¿Por hacer de Diablo Cojuelo, y en lugar de levantar los techos de las casas para ver qué pasa dentro, meterme por el hueco de la cerradura, y mirar? ¿Y mirar qué? ¿Quizás un hombre aburrido, que lee un aburrido artículo de un diario aburrido, de esos que están escritos en tono serio y aburrido? ¿Un hombre que lee el diario sin dar significado alguno a las palabras, sin entenderlo, mecánicamente? ¿Por correrme hasta la cocina, y ver cómo prepara mecánicamente la comida su mujer, que ya tiene sus años, y que el mismo peso de la costumbre de prepararla siempre, desde siempre, se lo hace hacer mecánicamente, sin ningún lejano entusiasmo y sí con un algo de desilusión? Y no desilusión por no tener sirvienta, ni desilusión por no haber llevado la vida de comodidad que siempre se desea. Desilusión de eso no. Desilusión de él tampoco, ella lo conocía bien cuando se casó. Y se casó, ¿por qué? Por no quedar soltera, simplemente. Por no quedar soltera. Muchas se casan por no quedar solteras, que es una manera más de no casarse. Desilusión de él no, entonces. ¿Desilusión de qué? Es un poco difícil de definir. De la vida, quizá. No importa que se haya casado con él, no importa que no haya mayor dinero. Como para ir al cine una vez por semana, y comprar un terrenito con vistas a tener una casita afuera algún día, sí, lo hay. No, su desilusión es de la vida. Su desilusión es de una vida sin mayores alcances, de una vida sin soluciones, ni retornos a algo que quedó atrás, porque no lo hay. No hay nada atrás. No hay nada adelante. Pero ¿no hay nada atrás? ¿O sí? Atrás puede haber quedado Pancho. Jugador, eso es lo que es Pancho. Y el juego lo llevó a cometer una muerte. ¿Había estado enamorada de él? No, pero sí. No estaba enamorada entonces, ahora sí. Pancho había vivido. Pancho había sufrido y había gozado. Y Pancho en un tiempo, hace veinte años, la quería. O quizá simplemente gustaba de ella. En ese tiempo ella conoció a Roberto. Sí, hacía veinte años. Pancho le había dicho ardientemente que la amaba, ¿serían mentiras? ¿O era cierto? Fue en aquella época, poco después de aquella época, que Pancho mató en una pendencia de juego. Y ella se casó con Roberto. No lo vio más. Eso sí, supo que había estado preso, que lo sacaron después con influencias. Supo después… ¿Qué era? Que Pancho anduvo por otros países. Bien por cuáles no sabía. Últimamente lo había visto fotografiado en los diarios, en las páginas de carreras. Propietario de caballos. Estaba solamente un poco más viejo. Cuando salió una de esas fotografías, Roberto, ¡el muy tonto!, le preguntó si se acordaba de él. Ella no supo qué decir. “¿Quién?… Francisco…” Entonces Roberto le contó que Pancho había hecho plata de una manera bastante sucia, decían por ahí. Garitos clandestinos o algo así. ¡Qué vida debía llevar Pancho! A lo mejor sobresaltada, pero una vida. No una existencia de caracol, encerrada, lenta y sin horizontes. Una vida. Ella sabía dónde vivía Pancho. De casualidad. Cuando fue a lo de ese oculista que le recomendó la hermana de Roberto, vio una tarjeta en la puerta del departamento de enfrente que decía: “Francisco Rietti”. ¡Era Pancho! Del tercer piso de esa casa de departamentos tan bien puesta, salía el aventurero Pancho, el hombre de mundo Pancho, a vivir una existencia con riesgos y malaventuras, pero también con momentos llenos de excitación y de… ¿De qué? No sabía bien pero Pancho vivía. Eso, ¡vivía! Cómo le gustaría verlo, al cabo de tantos años. ¡Cómo! ¿Y si un día se presentara en su casa de improviso? ¡Qué emoción! A lo mejor él la amaba todavía, a lo mejor su amor después de tantos años había aumentado, como el suyo propio. A lo mejor quería que ella se quedase a vivir con él, a compartir su vida. Su vida. ¡Claro que se quedaría! ¡Y a vivir! Pero, ¿y Roberto? Roberto tampoco la amaba, estaba segura. Por desgracia, bien segura. Pero Roberto movería cielo y tierra para impedir que “su” mujer viviera con otro hombre. Así pensaba las cosas Roberto. Así pensaba, siempre. Pero, ¿de qué se preocupaba? ¡Era tonto! Si todo pasaba así, Pancho lo mandaba matar y listo. Pancho podía mandar matarlo, tranquilamente. Le decía a uno de sus secuaces que lo matara, y este obedecería. Para Pancho una muerte más no tenía casi importancia. Ni siquiera tanta importancia como para matar él mismo. Pero ¿por qué se confiaba así, enteramente, en Pancho? ¿Por qué todo lo esperaba de Pancho? Entonces, ella siempre viviría de prestado, viviría por Pancho. Es decir, ella no podría vivir nunca por ella misma. No podría vivir verdaderamente. ¿Por qué no mataba ella, sí, ella a Roberto, y acababa para siempre con toda esa no-vida? Pancho era un mito, un mito de su imaginación. Pancho ni se acordaría de ella. Pancho no tenía nada que ver con todo esto. Pero, ¿por qué ella no rompía para siempre con la tremenda rutina, con la no-vida, de un golpe, de un solo golpe? ¿Cómo? Matando a Roberto. Si lo mataba, todo cambiaría, todo. Todo tomaría otro ritmo, aunque solo fuera dentro de ella, dentro de su caracol. Claro que estaba el riesgo. Pero ese era el quid de la cuestión. Había que arriesgarse, para vivir. Si se acercaba con el revólver que Roberto tenía en su mesa de luz, ahora que estaba leyendo, sin que él lo notara, y lo disparaba en su sien, moriría y todo empezaría a cambiar. Después se lo colocaba en la mano, para simular un suicidio. ¡Claro! Eso es lo que había que hacer. Nadie podría sospechar nada. Roberto estaba enfermo, con úlcera. Decía que no podía aguantar el dolor, que el día menos pensado se mataba. Bueno, el día menos pensado era este. Todos pensarían que había sido un suicidio, ella no tenía una razón lógica para matarlo. Pasaría por suicidio. Ahora, a actuar. Sí, a dejar estas malditas cacerolas y a actuar. Podía pasar delante de Roberto sin que él se diera cuenta, tan en otra cosa estaba, tan aburrido con su diario estaba. Sí. Ahora. El revólver estaba allí, en la mesa de luz. Lo tomó. Ahora, a matarlo. A acercarse despacio, y a matarlo. Ahí estaba el idiota, leyendo. Ahora sí. Apretó el gatillo, lo apretó. Me sorprendió no oír la detonación, me sorprendió a pesar de estar delante de esta puerta, de una casa que no conozco, de un departamento cualquiera. Estoy temblando, temblando. ¿Qué hago? Ya sé. Voy a tocar el timbre, para saber si lo ha matado. Si no, preguntaré si aquí vive la familia Rodríguez. Bueno, sí.


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