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Ma Rosa Lojo asumió como académica en la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires

Esta tarde, la escritora e investigadora Ma Rosa Lojo asumió como académica en la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. Desde ahora en más, ocupará el sitial Alejandro Korn e integrará allí la sección dedicada a las humanidades. 

El presidente de dicha institución, Ing. Mario Solari, y el académico y Dr. en Letras Hugo Bauzá, la distinguieron y presentaron. Lojo, quien había sido electa un año atrás, hoy dio su discurso de incorporación. Disertó acerca de “La ciencia de las letras para un país imaginado”, que más que una conferencia académica fue un lúdico paseo por las letras argentinas y el contexto sociocultural de nuestras escritoras y escritores, muchos fuera del canon. En una hermosa velada, estuvo acompañada por su familia, académicos y amigas y amigos, entre los que se encontraban Antonio Requeni, Cristina Mucci, Josefina Delgado, Silvia Plager, Sandra Pien y Marcela Crespo Buiturón, entre otros. La SEA se honra en tener entre sus miembros a tan distinguida socia y la felicita y acompaña en tan importante hecho cultural.


LA CIENCIA DE LAS LETRAS PARA UN PAÍS IMAGINADO (1)

Sr. Presidente de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, Dr. Ing. Mario J. Solari, autoridades de esta casa, señoras y señores académicos, queridos colegas, familiares y amigos,

Ante todo, gracias. Tantas, que no voy a acabar de darlas aquí. Agradezco profundamente que todos ustedes me reciban en esta casa como una de sus pares. Agradezco en particular el apoyo de dos miembros del sector de Filosofía, Letras y Educación al que ahora me incorporo: los doctores Hugo Francisco Bauzá (cuya generosa presentación acabamos de escuchar) y Francisco García Bazán, que presentaron mi candidatura. 

Imposible no pensar, en estos momentos, en los seres más amados y cercanos: Oscar, mi esposo, compañero incondicional de toda la vida, que entiende mi pasión por las Letras como yo la suya por la ingeniería y la energía atómica, y nuestros hijos, Alfonso, Leonor y Federico, cada uno con sus libres y diversas vocaciones, pero con el mismo afán de crear y de conocer. Añado a mis maestros (Delfín Leocadio Garasa, mi querido director de tesis y de mi primera etapa como investigadora, a Celina Sabor de Cortázar, admirable hispanista, al poeta Antonio Requeni). Añado a colegas y discípulos, por todo lo que aprendí con ellas y ellos. Y también a las amistades entrañables que valoran lo que hacemos y nos aman por lo que somos.

Es de rigor por supuesto, que un nuevo académico titular aluda al estudioso cuyo nombre lleva el sitial que le es asignado. Dos de los cuatro sitios de nuestra sección portan nombres de eminentes filósofos. Me toca en suerte nada menos que el de Alejandro Korn, profesor en las Universidades Nacionales de La Plata y de Buenos Aires, ideólogo de la Reforma Universitaria, renovador de la filosofía latinoamericana ante el positivismo por entonces dominante, autor de obras como La libertad creadora (1920) y Axiología (1930) que sostienen el poder transformador de la voluntad individual y colectiva en cada momento histórico. Por supuesto, no pude conocerlo (falleció en 1936). Pero sí tuve el privilegio de tratar a uno de sus discípulos, a quien considero uno de mis grandes maestros: el escritor y académico Enrique Anderson Imbert (1910-2000), que hablaba con admiración de esta figura tan influyente en su propio ideario intelectual, ético y político.

También deseo referirme a mi inmediato predecesor en este sitial: el académico emérito doctor Roberto J. Walton, una verdadera leyenda, por su saber y por su integridad, en el ámbito de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde me formé, y por supuesto, en el CONICET. Cuando se habla de Fenomenología, el nombre del Dr. Walton, autor de una obra fundamental, profesor de profesores es, siempre, un referente inexcusable.

El juego diverso del conocimiento (2)

Muchos de los aquí presentes deben de haber sido niños o niñas, como yo, en los años sesenta. Quizá recuerden, junto a la colección literaria Robin Hood, una enciclopedia ilustrada que se llamaba Lo sé todo. (3) Creada en Italia y publicada por Larousse en la Argentina, nos ofrecía, sencillamente, el universo. ¿Qué no se podía encontrar en esas páginas que hablaban de antiguos mitos y religiones, de astronomía y de botánica, de inventos y descubrimientos, de geografías distantes y viajes extraordinarios? Mis padres me fueron regalando, uno por uno, los doce tomos, en fechas especiales: el día de Reyes, el día de mi santo (mi casa era una casa española), el fin de curso. Supongo que este regalo por entregas, tan esperado, me inició en una afición perdurable por las enciclopedias y los diccionarios, que seguramente hemos compartido muchos nerds entusiastas, pero que también ha caracterizado a personas geniales, desde Diderot y Voltaire a Jorge Luis Borges. Y es justamente el carácter enciclopédico, por la riqueza y diversidad de sus disciplinas, lo que singulariza a esta academia entre todas las nacionales.

Déjenme decirles, aunque no pueda no ser propio de la solemnidad habitualmente atribuida a los académicos, que entrar en esta casa, y escuchar las conferencias de colegas sobre los más variados temas, me devolvió, tantos años después, la misma curiosa y emocionada expectativa que me despertaba cuando niña, cada entrega de Lo sé todo. La primera conferencia que escuché dentro de estas paredes, y que dio el antropólogo doctor José Braunstein, versaba sobre un juego ancestral de la humanidad: el juego de hilos, que también es un arte y una técnica de transmisión de conocimientos y un sistema semiótico que se asimila con técnicas corporales en la primera etapa de la vida. El juego, los juegos, son un buen símbolo de lo que venimos a hacer aquí: aprendemos, hasta donde es posible, los juegos de los otros y enseñamos a nuestra vez el nuestro. Porque se aprende jugando y porque conocer es también una poderosa experiencia lúdica.

Cuando asisto a cada sesión plenaria, precedida siempre de una conferencia, siento, como Julio Cortázar, que estoy abriendo la puerta para ir a jugar, que se me ofrece una incitación exploradora, una promesa de aventura. El juego no se reduce a las actividades consideradas “pueriles”, de seres inmaduros. Es una cosa muy seria, que sigue atravesando y modelando nuestras vidas adultas, como bien lo han señalado pensadores del siglo XX, desde el neerlandés Johan Huizinga, a la filósofa argentina Graciela Scheines, estudiosa también de la literatura. Dice Scheines, “Jugando nos relacionamos con el ser, con la vida y la muerte, el más allá y el más acá, lo visible y lo invisible, la gracia y la desgracia (los designios de los dioses oscuros). Restauramos los lazos entre uno y el universo, entre uno y los otros […]” (1998, 14).

Llega el momento de mostrarles a mi vez el juego que vengo jugando desde hace años en el tablero de un país imaginado.

Las Letras (4)

En nuestro mapa diverso de disciplinas académicas se inscriben las Letras. En su acepción histórica la palabra tuvo un significado muy amplio y general, hasta abarcar todo o casi el saber: “Se toma muchas veces por las ciencias, artes y erudición”, dice el Diccionario de Autoridades (Tomo IV, 1734); allí también se define “literario”, como “lo que pertenece a las letras, ciencias o estudios”, y al “letrado”, como al “docto en las ciencias: que porque estas se llamaron letras, se le dio este nombre”[1]. (5)

Hoy, con las palabras “Letras” y “Literatura”, además de englobar el campo de los saberes humanísticos (contrapuestos a las ciencias exactas y naturales), nos referimos a un campo más específico.

Por un lado, a las creaciones verbales mismas; según la edición corriente del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, al “arte de la expresión verbal”, al “conjunto de las producciones literarias de una nación, de una época o de un género” y también al estudio de esas creaciones: el “conjunto de conocimientos sobre literatura”, el “tratado en que se exponen conocimientos sobre literatura”. (6)

            La primera pregunta para quienes nos dedicamos a esta ciencia humana (y por lo tanto inexacta) de las Letras, es propia de la Teoría Literaria: a qué llamamos literatura y por qué[2]. (7) Propuestas como la del formalismo ruso han procurado discriminar rasgos intrínsecos: la “literariedad” o la “poeticidad”. Esta influyente escuela, iniciada por Víctor Shklovski con su iluminador concepto del “extrañamiento” atribuye al arte, y a la literatura, arte del lenguaje, el poder de romper la cárcel de la percepción rutinaria, el yugo de las simplificaciones y los automatismos. El lingüista y teórico Roman Jakobson, en la misma línea, señala la función poética como la dominante de los textos literarios[3]. La concentración creativa de recursos retóricos (contemplados ya en la fundadora Retórica de Aristóteles), como la metáfora, la metonimia y otras figuras que se desvían de los sentidos literales o del orden sintáctico habitual, sería especialmente propia de la literatura en tanto forma estética y brillaría, sobre todo, en la lírica. Pero acaso estos presuntos desvíos supongan en verdad una operación de retorno a la originaria “plenitud del lenguaje” (Genette, 1979) que concibe un modo más rico de relaciones entre los seres, y por ello trasciende el uso “lógico-instrumental”. En el principio mismo de la palabra parece haber estado esa función poética, así como también en el comienzo del mito. Según Ernst Cassirer, la creación del concepto lingüístico y la del concepto mítico se rigen por la misma ley, que une seres emparentados por relaciones de analogía o semejanza (propias de la metáfora), o por vínculos de contigüidad (propios de la metonimia). La “simpatía mágica”, dice Cassirer, determina clases totémicas y astrológicas y vincula seres que parecen completamente distintos (Cassirer 1972 y 1975; Lojo, 2003). Ese laboratorio de combinaciones insólitas sigue trabajando en la visión poética del mundo, y no es extraño que, aun cuando el mito, secularizado y estetizado, haya perdido su función sagrada, reingrese de tantas maneras en las letras profanas, hasta la actualidad. Como lo enunció, bellamente, Jorge Luis Borges: “La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y oculta virtud.” (1975, 10). 

Aunque continuamos identificando ese poderoso núcleo poético, lo que designamos como literatura (y que excede ese núcleo) no siempre ha querido decir lo mismo a lo largo de la Historia; ya hemos podido apreciarlo contrastando las distintas acepciones de los Diccionarios (el de 1734 y el actual). Por eso la Historia Literaria es otra de las ramas imprescindibles de nuestra especialidad. Que una obra sea considerada o no literaria, así como el concepto mismo de Literatura, dependen también, y mucho, de los consensos establecidos en el campo cultural de cada época. En ese sentido nuestro objeto es móvil, cambiante, difícil de definir. Tiene que ver con la recepción del lectorado y de las instituciones que determinan la asignación de valor y de pertenencia, los criterios de construcción de un canon, a lo largo de un prolongado proceso histórico.

Reconocemos cuatro grandes formas genéricas literarias: narrativa, lírica, drama y didáctica, a su vez con distintos subgéneros, que van desde la Antigüedad a nuestros días. Pero las modalidades específicas no son siempre las mismas. Unas surgen y otras se extinguen. La novela en general, y la novela histórica en particular, tienen fechas concretas de nacimiento y siguen muy vivas hasta hoy; en cambio la novela pastoril, tan popular en el Siglo de Oro español, es decididamente cosa de otra época. La epopeya, clave en el mundo antiguo, ha desaparecido en sentido estricto, aunque la vemos sobrevivir, transformada o reciclada, en géneros como el fantasy épico (El Señor de los Anillos, del británico J.R.R. Tolkien, o La saga de los confines, de la argentina Liliana Bodoc) o en reinterpretaciones novelescas modernas (Sobre héroes y tumbas, de Sábato, sería un buen ejemplo). Históricos, también, son los criterios de valor y prestigio asociados a géneros o a obras particulares. Cervantes murió mortificado por el desdén o la ligereza con que los académicos y los literatos más célebres de su tiempo (empezando por Lope de Vega) trataban el libro que su público ya había consagrado de manera unánime: hablo del Quijote, por supuesto, fundador de la novela moderna en Occidente, y hoy colocado en el centro canónico de la literatura en castellano. Algo similar, salvando las distancias y matices, pasó entre nosotros con el Martín Fierro.

(8) Si la Teoría Literaria aborda las definiciones y los deslindes conceptuales, así como las constantes y regularidades que pueden hallarse en el conjunto de los textos literarios; si la Historia de la Literatura registra los cambios y los procesos en diferentes marcos lingüísticos y culturales, la Crítica Literaria se aplica a las obras individuales utilizando herramientas provistas por las dos anteriores. Se agrega la Literatura Comparada que establece vínculos y distancias tanto entre literaturas nacionales que provienen de una misma raíz, como entre otras mucho más alejadas. A partir de la comparatística surge una disciplina como la Imagología, que contrasta las representaciones de los “Otros” que las diferentes culturas espejan y proyectan entre sí.

La literatura, en sus más complejos exponentes, se caracteriza por su densidad semántica, por su espesor simbólico. La polisemia, la ambivalencia, la ambigüedad que se despliegan en ella, cuestionan, inquietan, desconciertan, magnetizan, fascinan, apelan, provocan. Poemas, narraciones, dramas, nos proponen escenificaciones, figuraciones, analogías, de la experiencia vital humana, nos comprometen en exploraciones afectivas, expresivas, intelectuales. La imaginación literaria crea mundos polifacéticos en los que las sociedades y los individuos pueden encontrarse (re) presentados y redescubrirse de diversas maneras. Nos coloca frente a vidas que no hemos vivido o que sí vivimos y que reinterpretamos desde el arte literario, nos conduce a geografías familiares o exóticas, nos regala pensamientos que aún no formulamos. Inventa mundos que nunca existieron, pero que siempre nos dicen algo sobre el nuestro. Nos transporta de lo real aparente a lo maravilloso o lo sobrenatural. O quiebra el pacto de la representación realista pero para situarnos ante la incertidumbre insoluble de lo fantástico (Bessière, 1974). Nos lleva hacia el pasado histórico o nos coloca en futuros distópicos o eutópicos. Implica siempre la ampliación de la experiencia conceptual y emocional de cada lector.

No es extraño, por ello, que en su análisis se pongan en juego múltiples registros interpretativos. La psicología, la sociología, la antropología, la historia de las artes, la historia del mito y la religión son también nuestros insumos, y aportan sus saberes a la hermeneusis practicada por la crítica literaria, no para que esta “explique” el texto sino para que, sin reducirlo a mensajes simplificados, devele y describa su funcionamiento.

La literatura, desde su núcleo metafórico, es también una forma de conocimiento con sus propias leyes y reglas, que, como bien lo mostró el filósofo Paul Ricoeur, está planteándonos algo acerca del “ser como” de la realidad (1977, 468), en un abanico de modelos alternativos. Por su aspiración a una comprensión integral y radical de la existencia humana, porque plantea similares cuestionamientos éticos y metafísicos, pero encarnándolos en metáforas, imágenes, ritmos, personajes y narrativas, la literatura se hermana con la indagación filosófica, dialoga con ella.

Literaturas nacionales (9)

“La ciencia no tiene patria, pero el hombre de ciencia la tiene”, escribía Bernardo Houssay en 1943. Parafraseando a Houssay, podríamos decir que la literatura es universal, pero que los literatos (tanto creadores como estudiosos) tenemos una que ocupa un lugar especial: la de nuestro propio país. Hija de españoles emigrados en la atroz posguerra civil, nací en una casa donde no había libros argentinos. Había otros, sí, españoles y europeos, entre ellos preciosas ediciones ilustradas del Quijote y de las Novelas ejemplares, dos tomos de Oscar Wilde en papel biblia, con dibujos de Ramón Gómez de la Serna, y otros dos de Tagore, el poeta de la India, traducido por Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, todos ellos restos náufragos de la librería madrileña que mi madre no pudo mantener. Pero un buen día llegó a casa un objeto mágico, mezcla de juguete y de biblioteca, que cambiaría mi vida. Un mínimo estante de madera, colmado de libritos de tapa roja. Es probable que alguno de los presentes lo identifique: la Colección Miniatura Jackson de Clásicos Argentinos. (10) Ese “concentrado” de literatura nacional (o de lo que la Colección Jackson entendía por literatura), publicado en 1962, y que yo recibí en 1968, respondía a un modelo de canon decimonónico frecuente entonces, sobre todo para destinatarios escolares, capaz de cubrir variadas áreas discursivas y temáticas: los cimientos de la Constitución Nacional (extractos de las Bases de Alberdi), las memorias del prócer áulico por excelencia (Recuerdos de Provincia, de Domingo Faustino Sarmiento); los discursos de un celebrado orador, también presidente de la República (un tomito de Discursos selectos, de Nicolás Avellaneda); dos de los más célebres poemas gauchescos: el trágico Martín Fierro, y el jocoso Fausto de Estanislao del Campo; una novela de formación (la Juvenilia de Miguel Cané), una semblanza miscelánea del padre de la patria y su gesta: San Martín y la gran epopeya, de Tomás Guido y, por fin, algunas Causeries de Lucio V. Mansilla. (11) Este último es el único libro que ya no tiene tapas, porque lo gasté de tanto tocarlo y de tanto leerlo. Funcionó como un talismán, una llave secreta que usé infinitas veces, desde que me abrió, a los catorce años, el ingreso a la literatura argentina. En “Los siete platos de arroz con leche”, con un singular entrevero de ficción y de crónica, Mansilla me contaba al oído la historia nacional como un recuerdo propio y un secreto de familia (la suya, sobrino, como era, de Juan Manuel de Rosas, primo de Manuelita, hijo del general Lucio Norberto Mansilla y de Agustina, la bella hermana menor de don Juan Manuel). Esa voz instalaba un espacio de intimidad subjetiva en la historia pública, me dejaba asomarme a la ya inexistente mansión de Palermo en las afueras de la aldea porteña, dibujaba un portal donde volvían a la vida los fantasmas de seres desplazados y vencidos, que completaban e incluso desmentían los relatos al uso entonces en la escuela. Ese mundo semioculto y oblicuo instalaba otras perspectivas, inquietantes disidencias, anticipaba la Argentina criolla polifónica, multicultural y también mestiza que vería desplegarse en su libro hito: Una excursión a los indios ranqueles (1870). (12)

Si hoy alguien me encargara la tarea de organizar una nueva colección literaria de Clásicos Miniatura, seguramente mi criterio no sería el mismo que el de la selección original. Por un lado, privilegiaría lo libremente poético, descriptivo, narrativo, por sobre lo didáctico, argumentativo o testimonial orientado a una finalidad precisa (el ensayo jurídico, el discurso político, el testimonio histórico). Sin desconocer su valor, ubicaría las Bases de Alberdi y los discursos de Avellaneda en otra biblioteca, y reservaría las páginas misceláneas de Guido para su publicación y análisis dentro de una monografía historiográfica.

Conservaría al imprescindible Sarmiento, pero en vez de dos tomitos de Recuerdos de Provincia, ocuparía uno para antologar el Facundo (13), genial experimento híbrido, que la crítica sigue intentando clasificar. Quedaría el siempre central Martín Fierro (novela en verso, poema narrativo) (14) que nos seguimos obstinando en reescribir de todas las maneras posibles, desde Borges hasta Gabriela Cabezón Cámara. Reemplazaría el Fausto por El Matadero, (15) de Echeverría, cada vez más actual, y con más derivas. En los lugares vacantes de la mini biblioteca dejaría que se oyeran tres voces hoy infaltables en nuestro país imaginado: las de Juana Manuela Gorriti (16), Juana Manso (17) y Eduarda Mansilla (18). Por supuesto, también seguiría allí “Los siete platos de arroz con leche”, mi piedra Rosetta de la literatura patria.

Un país imaginado (19)

Para afirmar que existe una literatura nacional, hay que creer primero en la existencia de una nación, y eso implica asentir a relatos cohesivos. “Comunidades imaginadas”, llamó Benedict Anderson a las naciones, pensando sobre todo en las nuevas repúblicas americanas que iban desgajándose de los imperios coloniales. No es extraño que la primera forma legitimada y leída de la novela en nuestro país, sea justamente la novela histórica, que proveía esas identidades, así como lo hizo (desde Walter Scott en adelante) en otros países latinoamericanos y europeos. Tampoco es raro que el fundador de la historia sistemática de la literatura argentina haya sido un adalid del llamado “primer nacionalismo”: Ricardo Rojas (1882-1957). (20) En dos obras de juventud: La restauración nacionalista (1909) y Blasón de plata (1910), Rojas se hace eco del sentimiento de disgregación social y pérdida de especificidad cultural, y hasta de soberanía, que experimentaba en ese momento buena parte de la opinión pública argentina, no solo grupos minoritarios de la élite. El país post-rosista había vivido, en pocas décadas, enormes transformaciones. De las naciones americanas, la nuestra era la que tenía la tasa más alta de inmigración en términos relativos. Mientras un cóctel aluvional de lenguas y culturas parecía sepultar o diluir la matriz hispano-criolla, los indios derrotados, que hasta hacía tan poco tiempo habían sido agentes decisivos en el mapa político, eran impelidos, en el imaginario colectivo, hacia una nebulosa prehistoria y se imponía el paradigma de la civilización técnica, pero también, como denuncia Rojas, y antes el uruguayo Rodó en su ensayo Ariel (1900), el mercantilismo sin freno y la neo barbarie de un progreso orientado exclusivamente al lucro, en una sociedad fragmentada. El joven Rojas del Centenario ya advierte la urgencia de asumir una perspectiva histórica integradora, atenta a la formación y consolidación de una personalidad colectiva, donde se vean las continuidades más que las fracturas. Su intuición fructificó en dos obras fundamentales: Historia de la literatura argentina (1917-1922) (21) y en Eurindia. Ensayo de estética fundado en la experiencia histórica de las culturas americanas (1924).

Rojas mira la literatura y la cultura como una interacción de estratos móviles. Dice en Eurindia: “Lo indígena, lo español y lo gauchesco –lo que creíamos muerto en la realidad histórica– sobrevive en las almas, creando la verdadera historia de nuestro país, o sea la conciencia de su cultura” (94). El aporte inmigratorio, europeo, cosmopolita, se suma a este diálogo, y todas las voces confluyen, “armónicas o antagónicas, aisladas o refundidas, según el intérprete” (Eurindia, p. 61) en “lo nacional o argentino”. (22)

Trabajar sobre una literatura nacional no debería implicar encierro ideológico ni sujeción temática, ni hacia adentro, ni hacia afuera. Como lo señaló Borges en su famoso ensayo “El escritor argentino y la tradición”[4], donde ataca los clichés y estereotipos del nacionalismo adocenado, nuestra literatura, muy especialmente, se abre al patrimonio de “la tradición universal”. En el siglo XIX los hermanos Lucio y Eduarda Mansilla, criollos profundos pero también lectores omnívoros y audaces cosmopolitas, son un brillante ejemplo de redes intertextuales, de lenguas que se engarzan en la propia para enriquecer el oído y la mirada. En cada uno de nuestros mejores escritores y escritoras de los siglos XIX al XXI hay una variada biblioteca implícita que pone su obra en tensión con la literatura y el pensamiento de todas las tradiciones. A través de ellos volvemos a leer a Dante o a Shakespeare, a Dostoievski o a Proust, a Lao Tsé o a Guénon, a Virginia Woolf o a Flaubert. Y la lista sería interminable.

Nuevos mapas del presente pero también del pasado (23)

La Colección Miniatura de Clásicos Jackson que recibí hace tantos años resultó un bonsái destinado a salir de su estante o a romper su maceta. No solo porque mi biblioteca se ensanchó con los libros que ya eran accesibles entonces, sino también porque la renovación de los estudios sobre la literatura argentina fue extraordinaria.

La considerable ampliación del cuerpo de textos que la integran no solo se produjo, como es lógico, hacia el futuro, con nuevas producciones, sino también hacia el pasado, por el descubrimiento y la puesta en valor de obras y géneros que no habían sido tomados en cuenta, o por la profundización del estudio de obras ya conocidas, a través de otros abordajes y perspectivas. Resumo en los puntos siguientes los factores que posibilitan, a mi entender, ese enriquecimiento de nuestro mapa literario.

 (1). Hallazgos documentales

Ante todo, un corpus literario puede extenderse porque se han encontrado manuscritos inéditos o textos antes dispersos de autores conocidos, que ahora pueden reunirse en libros. Pero también es posible localizar, en colecciones laterales, en archivos aún no revisados, textos completamente ignotos, que quizá no estén a la altura de autores y obras canónicos o canonizables, pero que sientan precedentes y son valiosos aportes documentales. Así sucedió, por ejemplo, con la Memoria del viaje a Francia, de Francisca Espínola[5], primer relato de viaje escrito por una argentina, hallado por una de mis tesistas, la historiadora Norma Alloatti, en la colección Lermon, de la Academia Argentina de Letras, y que había pasado inadvertido. (24)

(2). Surgimiento o potenciación de sub-disciplinas literarias (25)

Los hallazgos documentales suelen estar asociados a la potenciación de subdisciplinas aplicadas a modalidades literarias consideradas laterales, o menores, que pasan a una posición de centralidad. Así sucede con el auge, en las últimas décadas, de los estudios sobre el relato de viaje (Prieto 1996, Carrizo Rueda 1997 y 2008; Szurmuk 2007, Duplancic de Elgueta 2001-2002) y sobre los llamados “géneros del yo” (Arfuch, 2007), en todas sus formas: diario, memoria, epístola, autobiografía, testimonio. A veces se producen ampliaciones, no solo del corpus de obras, sino de los mismos enfoques teóricos, como ha sucedido con la poética del relato de cautiverio, desprendimiento de la poética del relato de viaje. María Laura Pérez Gras la plantea en una tesis doctoral de la que fui directora (2013)[6], sobre los textos de tres cautivos de los indios en la Argentina del siglo XIX. El de Santiago Avendaño, antes publicado de manera mutilada, ahora cuenta con una edición crítico-genética a su cargo.  

También se registra una expansión de la ecdótica (rama de la filología que se encarga de la edición depurada y erudita de textos) y, dentro de ella, de la crítica genética (Lojo 2010b).Esta disciplina lleva a su máximo refinamiento y complejidad la edición de las obras y su estudio exhaustivo, aborda sus contextos de producción y de recepción, y permite rastrear, incluso, la génesis creativa. Varios de los proyectos de mayor envergadura que me cupo coordinar, tanto nacionales como internacionales, tuvieron como objeto fundamental estas ediciones, críticas y crítico genéticas, que permitieron profundizar el conocimiento de obras ya conocidas (como Sobre héroes y tumbas, publicado en la prestigiosa colección Archivos de la Unesco) (26), o habilitar el acceso a obras olvidadas, como las de Eduarda Mansilla, y proponer su instalación en un canon nacional (27). Estos proyectos me llevaron a la fundación y dirección general de dos colecciones especializadas: las de Ediciones Académicas de Literatura Argentina (siglos XIX y XX), en la editorial Corregidor, que co-dirige Jorge Bracamonte (CONICET -UNC), y las Ediciones Críticas de Literatura Argentina, del Centro de Ediciones y Estudios Críticos de la Universidad del Salvador (CECLA), codirigida por Marina Guidotti (USAL) (28). Ambas siguen funcionando con la aspiración de reformular el corpus y el canon literario de nuestro país imaginado.

(3). Interacción o intersección de los estudios literarios con disciplinas afines (29)

3.1. La aplicación al campo literario de la teoría cultural de los polisistemas, desarrollada por el teórico israelí Itamar Even-Zohar, que ha permitido abrir el campo de estudio hacia una multiplicidad de textos dejados de lado, pero vitales para comprender la evolución general de los géneros[7].

3.2. Del mismo modo, la incidencia creciente de los estudios culturales (Szurmuk y Mckee Irwin coords., 2009) y de la sociología de la literatura inclinan la atención hacia producciones no instaladas en la jerarquía canónica, pero que hacen a la dinámica literaria (como el folletín gauchesco o la novela sentimental, a los que Jorge Rivera y Beatriz Sarlo dedicaron ensayos)[8].

3.3. El renovado interés por nuestra historia, manifiesto en la intensa producción en el campo de la historiografía, tanto la académica como la de divulgación, y asimismo en el retorno a la ficción histórica, ha incentivado la re visitación del pasado y el consiguiente interés en la literatura de la época. A esto se suma el foco puesto en la “historia desde abajo”, la historia de las mujeres y de la vida privada, la microhistoria (Burke, 1996).

3.4. Los estudios y debates sobre postcolonialidad y subalternidad (de Toro y de Toro eds., 1999).

3.5. El feminismo académico, que ha producido ya una vasta biblioteca de libros y revistas especializadas, y ha fundado institutos abocados a los estudios de género en varias universidades. En el campo literario un último hito fundamental es la Historia feminista de la literatura argentina, que comenzó a publicarse en 2022. Se trata deun proyecto en cinco tomos y un diccionario, generado desde el Instituto de Género de la Universidad de Buenos Aires, y dirigido por Laura Arnés, Nora Domínguez y María José Punte. (30)

3.6. El creciente desarrollo de la archivística aplicada a la organización de archivos de escritores y archivos literarios en general (Goldchluck, 2013).

3.7. El estudio de la recepción lectora, las historias de la lectura, y la profundización de las investigaciones bibliotecológicas, que nos permiten acceder a la reconstrucción de bibliotecas, librerías y circuitos. (Zanetti 2002, Parada 2005 y 2007, Molina 2011b).

(4). Conformación de una nueva red de estudios (31)

El surgimiento, hace una década y media, de la pujante Red Interuniversitaria de Estudios de Literaturas de la Argentina (RELA), reúne universidades públicas y privadas, con un alto porcentaje de investigadores del CONICET radicados en ellas. La RELA propone un mapa federal descentrado y múltiple, que apunta al (re)conocimiento de las periferias y de las literaturas argentinas como un multiverso caracterizado por la riqueza de la heterogeneidad, por las diferencias que se busca poner en valor y hacer visibles. Las nuevas tecnologías que habilitan interacciones a distancia y la circulación digital del conocimiento siguen ampliando las posibilidades de esta red que desde su fundación a la fecha ha convocado cursos y reuniones científicas en todo el país, o ha participado en ellas, que publica la colección Trama Federal (32), y se nutre del AIRELA, un gran archivo de investigaciones formado con el aporte de sus miembros.

Un juego en el que nadie pierde (33)

Cuando era chica, más o menos a la misma edad en que esperaba con ansias cada tomo de Lo sé todo, estaba de moda un juego de mesa muy popular que, creo, todavía existe, modernizado: el juego del Estanciero. Había un territorio en disputa: el mapa de la Argentina. Los participantes competían entre sí para quedarse con las propiedades (chacras, estancias, ferrocarriles, compañías) en las que el mapa estaba dividido, hasta que uno lograba acapararlo todo y los demás jugadores se declaraban en bancarrota. Los dados y las posibilidades que la suerte le otorgaba a cada participante, más la atención y un margen de astucia estratégica, determinaban finalmente el triunfo.

En el juego del país imaginado que dibuja la literatura, no hay perdedores y tampoco acaparadores. La única meta es la exploración y el descubrimiento. No pasa nada si parece que no llegamos a destino, porque los aparentes desvíos pueden llevarnos a hallazgos inesperados. Nuestro capital simbólico no disminuye, más bien crece, a partir de lo que descubren los demás. Jugamos solos, pero también en equipos que forman redes y gracias a esa pesquisa múltiple los lugares más escondidos se vuelven visibles, y las zonas aparentemente desérticas se muestran habitables, colmadas de recursos y de tesoros.

Sobre el territorio geográfico, nuestro país imaginado se abre en un abanico demundos posibles (34). Los viajes por la patria literaria me llevaron a tantos lugares que no alcanzo a contarlos: al Infierno cómico de Cacodelphia, junto a Adán Buenosayres y la pandilla de la vanguardia martinfierrista, en la maravillosa novela de Leopoldo Marechal, y también  al esquivo Cielo de Rayuela; me embarqué en los viajes intergalácticos de Trafalgar Medrano, el personaje de Angélica Gorodischer que siempre volvía a su ciudad de Rosario para contarlos y seguí a Victoria Ocampo en sus destinos europeos para retornar con ella hacia la Cruz del Sur. Estuve entre los wichís del Chaco salteño, tras Eisejuaz, el chamán desgarrado entre culturas que imaginó Sara Gallardo, y con los yámanas y los selknam, en la Tierra del Fuego de Sylvia Iparraguirre y de Eduardo Belgrano Rawson, y anduve por la puna jujeña de Héctor Tizón, mezclada en la revuelta de Fuego en Casabindo. (35) Acompañé a las inmigrantes italianas de Griselda Gambaro en El mar que nos trajo, y tomé una caña en el almacén de Ramos Generales de Don Manuel, el padre gallego de Gladys Onega en Cuando el tiempo era otro, y así me animé a construir mi propio Árbol de familia. Descubrí las historias de los inmigrantes judíos en la memoria de sus narradores, desde Alberto Gerchunoff a Alicia Steimberg y Silvia Plager. Anduve en los arreos de Fabio Cáceres y de don Segundo Sombra, que eran cosa de gauchos y de varones, pero nadie me echó de ningún lado (36). Esa es la ventaja que tenemos los lectores, infiltrados como espías.

El juego nunca termina. Unos jugadores reemplazan a los otros y el mapa del país imaginado siempre crece. Conocerlo es conocernos. Somos los relatos, los dramas, los poemas, los ensayos que han escrito, escriben y escribirán las hijas e hijos de esta tierra. O los que en ella vivieron y la adoptaron como propia. Solo si sabemos la existencia de ese mapa intangible podremos a nuestra vez leer, como baqueanos, las huellas más profundas en ese suelo que queremos llamar “patria”.

Recorrí varias veces la pampa central argentina, a lo largo de mi vida de investigadora y escritora, siguiendo caminos invisibles que casi nadie sospechaba o que habían sido olvidados. Siempre lo hice tras el mapa de los libros: los que leí, pero también los que yo misma había escrito o planeaba escribir. Siempre tuve generosos predecesores en esas rastrilladas, que compartieron conmigo sus secretos para que no me extraviara. Y buenos compañeros con quienes recorrerlas.

El primer viaje fue en 1992. Íbamos Oscar y yo, que aún no habíamos cumplido los cuarenta, y nuestros hijos Alfonso y Leonor, de 11 y 8 años, subidos a bordo de nuestro viejo Mercedes del ’53 (37), buscando la ruta de Lucio V. Mansilla desde Río Cuarto a Leubucó. Nos acompañaba el fantasma de Lucio, que se quedó en mi novela La pasión de los nómades (1994), y en los muchos artículos que escribiría después (38). Nuestra última incursión fue en junio de 2025[9]: Oscar y yo, ya con más de setenta, fuimos con tres compañeros adultos (39): el administrador rural Martín Trosset, el cronista Alejandro Seselovsky y el más joven del grupo: Alejandro Marzioni, escritor y profesor de Letras. Ya en la provincia de La Pampa, se nos agregó Norberto Mollo, que no solo es cartógrafo de libros sino etnocartógrafo: sabe por dónde anduvieron los pueblos antiguos y cómo llamaron a cada uno de sus lugares. Nuevamente viajábamos siguiendo a Mansilla, y así llegamos a los campos de Poitahue, donde vivió la comunidad del cacique Baigorrita (40), uno de los jefes que Mansilla visitó. Pero también rastreábamos a otro personaje contemporáneo de ambos: Manuel Baigorria (1809-1875), militar unitario exiliado entre los ranqueles, que vivió veinte años en las tolderías y dejó testimonio en sus Memorias de su “pasada y agitada vida”. (41)  Como la primera vez, había libros propios de por medio: mi novela Finisterre, publicada en 2005, y la novela en proyecto de Alejandro Marzioni. Baigorria, jefe de la comunidad de indios y de criollos, libres y cautivos, que habitaba al lado de la laguna Trenel, aparece en las dos. (42)

Antes, como ahora, hay en esas tierras un país ignoto, sumergido, incluso para los residentes cotidianos en ese mismo suelo, pero no para quienes transitamos el mapa imaginado. Para los que viajamos con ese mapa la superficie de todo lo visible se vuelve densa y profunda como un palimpsesto. Y lo que fue sigue siendo, de otra manera, sustentando lo que es. (43)

Por eso “[…] al atardecer, cuando el sol se derrite y gotea sobre el mundo, la pampa se hace translúcida, como si se escurrieran hacia adentro las quemaduras de la luz. Se dejan ver, entonces, los yelmos inútiles y las espadas de óxido, los pies que se extraviaron en el falso camino de la Plata, las espuelas nazarenas y las botas de potro, los fusiles, las lanzas y las carabinas, las mantas con dibujos del sol y de la luna, los uniformes azules y los ponchos rojos, los niños y las madres de todas las matanzas celebradas sin pudor, bajo el cielo radiante.” (Lojo, 2004, 233-234)

Pero aun cuando amanece, y todo aquello que fue parece no haber sido jamás, la visión de la poesía lo recupera: “anámnesis”, llamó Platón a ese proceso, reconocimiento. No, en este caso, de las Ideas inmarcesibles, sino de la historia secular de carne y sangre que desembocó en nuestras vidas y aún está en ellas. En ese momento de revelación, donde se unen la geografía y el relato, la memoria escondida se manifiesta y vemos lo que no se mira, porque siempre está. Entonces, el cielo es una tela incandescente hecha de puntos que titilan. Son los ojos sin párpados de los muertos, los ojos que nadie ve, que nadie recuerda, porque ellos son el aire, porque ellos son la luz que todo lo enciende, las constelaciones que siguen alumbrando nuestro país imaginado.[10]

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[1] Por eso la Universidad de Salamanca, la más antigua de las universidades españolas, recibió el nombre oficial de Universidad Literaria de Salamanca, señalando el vínculo estrecho entre la universidad como corporación y las letras y el saber (El término «universitas»: origen e historia).

[2] Un buen resumen de problemas teóricos puede leerse en De Diego (2024).

[3] Jakobson distingue seis funciones en el lenguaje, la expresiva (relacionada con el emisor), la referencial o denotativa (relacionada con el contexto), la conativa (relacionada con el receptor), la metalingüística (relacionada con el código), la fática (relacionada con la reafirmación del contacto) y, en el centro de todas, la poética (relacionada con el mensaje) (Jakobson, 1985)

[4] “El escritor argentino y la tradición” fue originalmente una conferencia que Jorge Luis Borges dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores en 1951. El texto se publica por primera vez en 1953 en Cursos y conferencias, la revista del Colegio Libre. En 1955 aparece en la revista Sur y finalmente, dos años después, la pieza pasa a formar parte de un libro de Borges: el volumen Discusión, publicado originalmente en 1932 y reeditado por primera vez en 1957. Desde entonces, figura en las reediciones de ese libro de ensayos de 1932. (Hernaiz, Sebastián, 2019).

[5] La misma Norma Alloatti lo publicó en 2016 en la Colección “Las Antiguas” de la Editorial Buenavista, dentro de nuestro Proyecto de Investigación Plurianual del CONICET 0286.

[6] La Dra. Pérez Gras fue mi becaria, tesista doctoral e Investigadora Asistente del CONICET, participante en los Proyectos de Investigación Plurianual. Su edición crítica de Avendaño lleva dos tomos publicados (serán tres) en 2019 y 2022, dentro de la Colección de Ediciones Críticas del CECLA, USAL.

[7] Tanto en el rescate de los textos como en la formulación de una poética histórica de la novela, inspirada en Even-Zohar (2005), el trabajo de Hebe Molina (2011a) tiene un papel fundamental. La investigación de buena parte de este corpus novelesco por Eugenia Ortiz (2012) permite apreciar los debates y fluctuaciones en torno a la creación de un proyecto de país y un imaginario nacional que se expresan en esa novelística variada y pujante, ignorada luego por la selección canónica. 

[8] Libros como los de Jorge B. Rivera sobre el folletín gauchesco (1968), o, ya sobre el siglo XX, el trabajo de Beatriz Sarlo (2000, 1ª. Ed 1985) sobre el folletín sentimental, en la línea sociológica, anuncian este interés por las llamadas “producciones menores”. Lo mismo que el ya clásico estudio de Adolfo Prieto: El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna (1988).

[9] Entre los dos viajes hubo otro, en el verano del 2022, exactamente treinta años después del primero. En esta nueva expedición, junto con Martín Trosset, Alejandro Seselovsky y Santos Vega (ex director del Archivo Municipal de Bolívar, provincia de Buenos Aires), llegamos hasta Colonia Mitre, para entrevistar a Currunao, bisnieto de Ramón Cabral, el cacique platero, y a su esposa Juana, bisnieta a su vez de Mariano Rosas. Por supuesto, revisitamos Leuvucó, centro de los dominios de Mariano, a donde sus restos fueron reintegrados y donde existe hoy un monumento fúnebre. Este viaje se narra detalladamente en mi crónica “Los viajeros de Mansilla” (2025). Fue publicada en el último libro de la Colección Trama Federal, de la RELA.

[10] Paráfrasis de una cita de la novela Finisterre (Lojo, 2005, 234).


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