Malozowski Hugo Armando

Hugo Armando Malozowski nació en 1959. Fue alumno de la Escuela Técnica Ing. Huergo, y era estudiante de Literatura en el Profesorado del Colegio Mariano Acosta e integrante del Taller Literario “Horacio Quiroga”. Tenía 19 años cuando fue secuestrado y desaparecido junto a cuatro integrantes del Taller, el 12 de mayo de 1979.

Breve historia del Taller “Horacio Quiroga”: se comenzó reuniendo en una sala del primer piso del Cine Teatro IFT en el otoño de 1977. En 1978 realizaron una lectura pública en La Casona de Chacarita, de la calle Federico Lacroze, donde repartieron su “Cantata Literaria”. Todos los sábados, luego de la reunión en el IFT, se juntaban en el bar León Paley (hoy Belén), en Boulogne Sur Mer y Corrientes, barrio del Once. En una de esas tertulias se enteran de la desaparición de un amigo, Claudio Ostrej, miembro del otro grupo que se reunía en el mismo teatro, el de poesía “Mario Jorge De Lellis”. Entonces dejan el IFT y pasan a reunirse en el Teathron, de Santa Fe entre Pueyrredón y Larrea, y luego en casas particulares.

El 12 de mayo de 1979, alrededor de las 22 horas, un grupo comando de civil, de ocho a diez hombres fuertemente armados y a bordo de automóviles Ford Falcon, llegó al domicilio de Hugo Malozowski y Jorge Pérez Brancatto, en la calle Ecuador 318, 3º C, de la Capital Federal, y secuestraron a las seis personas que se hallaban en el departamento: Jorge Pérez Brancatto, Jorge Sznaider, Hugo Malozowski, Mirta Silber, Carlos Alberto Pérez (todos miembros del Taller de Narrativa “Horacio Quiroga”) y Noemí Graciela Beitone. El portero del edificio fue testigo del operativo. Documentos de inteligencia de la policía bonaerense confirman la participación de la Comisaría 3ª de Villa Lynch en la creación de una “zona liberada” y su posterior derivación al Destacamento 201, Escuela de Caballería de Campo de Mayo, cuyos responsables eran el comisario Bustos, el coronel Rospide, el teniente coronel Gatica, entre otros. Actualmente, algunos familiares son querellantes en la Causa Nº 4012, caratulada “RIVEROS, SANTIAGO OMAR Y OTROS S/PRIVACIÓN ILEGAL DE LA LIBERTAD, TORTURAS, HOMICIDIOS, ETC.”, que se tramita ante el Juzgado Federal Criminal y Correccional Nº 2, a cargo del Dr. Suárez Araujo.

[Los textos, biografías e historia del grupo los recibimos de Beatriz Sznaider, hermana de Jorge. Tomamos algunos datos de dos sobrevivientes del grupo, Noemí Corbo y Amadeo Lukas. Mucho de este material se puede encontrar en el libro La palabra reencontrada, editado por la Subsecretaría de Derechos Humanos del G.C.B.A., 2004.]

El amor de Mario o Las despedidas

“País verde y herido
Comarquita de veras
Patria pobre”

Mario Benedetti


Desde el barco caía una lluvia de serpentinas, de adioses explicados con lágrimas y pañuelos que se agitaban.

Mario, casi ausente, sus manos en los bolsillos, miraba la masa que gritaba a su alrededor, que trataba de hacerse entender entre tanto grito, entre tanto papel y movimiento.

Analía también miraba; desde la cubierta miraba a Mario apoyado contra una grúa vieja, sabiendo que él no agitaría su pañuelo, que él permanecería callado, cumpliendo con ella hasta que el barco zarpara. Y no pretendía de él más que eso, que le hubiera tomado las manos y le hubiese dicho: “Suerte. Portate bien y mandá saludos a todos los que veas por allá”.

Miró las alambradas que separan la ciudad del puerto; tuvo necesidad de sentir las manos de Mario apretando las suyas. Quiso llorar.



–Me voy –dijo Analía al pasar, mientras él tomaba el café que ella le había servido. Mario retuvo la taza entre las manos y repitió la frase para sí, dos o tres veces. Cuidadosamente dejó la taza sobre el mantel.

–Vos también –dijo haciendo una mueca triste con los labios.

–Sí, yo también –repitió Analía.

Mario clavó su mirada en la ventana y trató de recordar las veces que había escuchado esas dos palabras en los diez o doce meses anteriores.

Patricio las había pronunciado mientras jugaban al billar. Después de haber acertado catorce carambolas seguidas, se había apoyado en el taco y, mirando a Mario planear su jugada, lo había dicho directamente, sin rodeos, no como una probabilidad, sino como algo decidido.

–Me voy.

–¡Bárbaro, che! ¿Por cuántos días?
–No, no me entendés. No me voy a Mar del Plata o a Córdoba. Me voy a San Pablo.

–Bueno, te felicito, que la pases bien. Pero igual insisto, ¿por cuánto tiempo?

–A radicarme.

Mario no preguntó más. Tomó las palabras de su amigo como una locura que se le pasaría tarde o temprano, y siguió jugando. Treinta días después, lo acompañaba a Ezeiza. Pensó que no tardaría mucho en volver.

Después fueron Lucinda y Tito.

–No quiero que mi hijo nazca en este ambiente de mierda –había dicho ella. Tito se había limitado a corroborar con sus gestos las palabras de Lucinda. Mario les dio la mano en el puerto, les deseó suerte y pidió que le mandaran saludos a Patricio.

El tercero fue Manuel.

–Mirá, che, me acabo de recibir. No pido mucho, quiero vivir de mi profesión. Acá es imposible, te morís de hambre… Además en esta ciudad ya no se puede vivir. Y sabés que no lo digo por el ruido ni por el smog, ni por ninguna de esas boludeces…

–¿Y por qué no te vas al interior? –había contestado él–. Podrías ejercer tu profesión, no te tendrías que ir del país… Ya sabés que la Argentina no se acaba en la General Paz…

–Vos mismo lo dijiste, aquí o en el interior, la cosa no cambia. No, viejo, yo me voy… 
Que se queden los que aguantan.

Con Manuel se fueron Ana y Estela. Y con Alberto, María, Raquel y Cachito.

Los que quedaban no tardaron en descubrir que iban quedando pocos. Pero se sostenían. Mario y Andrés eran los que más peleaban. “No hay mal que dure cien años”, decía Andrés, y todos se sentían esperanzados. Pero también se fueron Daniel y Silvina, y entonces todo pasó a ser un juego, a ver quién claudicaba antes. Andrés no se cansaba de repetir su frase, de tocar tangos cada vez que llegaba una carta, una de esas cartas que siempre decían lo mismo: “Aquí se está fenómeno, se gana bien, no hay quién te diga hacé esto o no hagas aquello… Vénganse, los esperamos”. Y en ese estado de juego se mantuvieron las cosas casi tres meses, hasta que Andrés claudicó.

–¿Vos?

–Sí, yo.

–¿Pero cómo? ¿No era que no hay mal que dure cien años, que no ibas a poder dormir tranquilo si te ibas del país?

–Sí, eso era. Pero ya no aguanto más… Hablé con los otros y se vienen conmigo… ¿Por qué no te venís con nosotros?


Mario no pudo contener su bronca. Lo agarró a Andrés por el cuello de la camisa, lo levantó en vilo y lo apoyó contra la pared.

–Lo único que te deseo es que puedas vivir mucho tiempo, porque para vos cien años son más cortos que tres meses…

Y dicho esto lo tiró al suelo. Andrés lo miraba incrédulo, hasta que Mario, visiblemente nervioso, le pidió disculpas. Andrés asintió comprensivo y todo quedó ahí, en un acceso de bronca que por suerte ya había pasado.




Analía y Mario quedaron solos. Nunca habían sido otra cosa que buenos amigos, pero aquella soledad los unió en todos los actos que pudieran conducirlos al silencio.

Un domingo salieron a caminar. Llevaban ya tres días sin pronunciar otras palabras que las indispensables, como “dame” o “tomá”. Analía se dio cuenta de que ignoraba qué era lo que pensaba Mario. Mario no quiso saber qué era lo que estaba pensando Analía.

–Sería inútil pedirte que te quedes –dijo Mario, triste, sin apartar su vista de la ventana.

–Sí, sería inútil, no creas que no te quiero, pero estoy desecha. Abrir los diarios, escuchar los noticieros, ver a la gente en la calle, los compañeros de trabajo… Mi amor por todas esas cosas es muy grande, pero ya no aguanto más. Entre varios es más sencillo… Ahora es, lisa y llanamente, insoportable.

Mario sintió cómo se enfriaba su café. Se imaginó acompañándola, yendo a cualquier parte con su cuerpo silencioso, con sus manos parlanchinas. Pero inmediatamente se dijo que no, que debía quedarse en los lugares que amaba, sus calles de nunca acabar, sus plazas de otoños eternos, sus bares de nubes de humo, con su gente y sus miserias, por su gente y sus miserias, aunque se estuvieran desangrando…
Sintió cómo dos lágrimas se asomaban, incrédulas, a sus ojos.

Cuando el barco terminó de partir, cuando fue una ilusión sobre el río de marzo, Mario sacó las manos de los bolsillos. Buscó un cigarrillo, lo encendió, aspiró el humo y lo dejó ir lentamente por la nariz, hasta que se perdió mezclándose con el aire. Pudo ver el pasto secándose entre los adoquines. Pensó que ya había llegado el otoño, calculó el tiempo que faltaba para la primavera. Terminó de fumar, tiró el cigarrillo al agua aceitosa y caminó hacia la salida del puerto.

A lo lejos, una sirena lastimaba la tarde del sábado.


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