Raab Enrique

Así lo cuenta su hermana: 

«Mi hermano nació en Viena, el 2 de febrero de 1932. Mi padre era comerciante y vinimos a la Argentina corridos por Hitler. Enrique tenía seis años. Hizo la primaria en una escuela de Reconquista y Corrientes. La secundaria la hizo en el Nacional de Buenos Aires. No pudo terminar el bachillerato porque no aprobó una materia, Historia, que rindió como cincuenta veces. Además del español, Enrique hablaba alemán, inglés, francés e italiano. Empezó en la Cinemateca Argentina, cuando tenía dieciocho años, haciendo crítica de cine. Primero trabajó en una agencia de viajes y enseguida, sería 1961 o 1962, entró en la editorial Abril, como periodista»
[Evelina Raab de Rosenfeld]

Entre 1962 y 1975, Enrique Raab trabajó en las siguientes publicaciones: las revistas semanales y mensuales Primera Plana, Panorama, Todo, Confirmado, Adán, Siete Días, Análisis (revista de economía hasta el año 1968), en la publicación clandestina Nuevo Hombre y en los diarios Clarín, La Opinión y El Cronista Comercial. Publicó un libro de crónicas: Cuba, vida cotidiana y revolución (De la Flor, 1975).

Estaba amenazado por la Triple A pero no se quería ir, aunque le ofrecían trabajo desde el exterior. Hacia el año 1977, Enrique Raab vivía en un departamento de la calle Viamonte. Allí lo secuestraron, el 16 de abril, y ya no se supo más de él.

Reportaje telefónico a Tita Merello al cumplir esta 70 años

Publicado en La Opinión el 13 de octubre de 1974

Se dice de ella que es hosca y que les huye a los reportajes; que si los concede, descoloca a los periodistas contestando improperios, cuando no groserías; que otras veces, en cambio, abruma la paciencia de sus interlocutores apelando a esa suerte de pietismo beatífico con que ha disfrazado su soledad de los últimos años.

Si Tita Merello acaba de cumplir setenta años –fue el viernes último, por si el dato tuviese alguna importancia–, vale la pena intentar acercarse a este último y único gran mito de Buenos Aires para volver a encontrar, bajo la capa de hosquedad premeditada, la timidez; bajo la agresividad, el pudor; bajo la paz y la serenidad proclamadas, un gotoso egocentrismo que incurre, una y otra vez, en la más desenfadada de las maledicencias.

No fue posible averiguar si ahora, completada su séptima década de vida, Tita está fiera, si camina o no a lo malevo, si sigue siendo chueca y si se mueve con aire compadrón. El reportaje no pudo tener más intimidad que la que permite una conversación telefónica de casi cincuenta y cinco minutos. La cosa arranca mal. “Mis setenta años… ¿a quién le pueden importar? Yo pienso que en la Argentina hay tantos científicos, sabios, estudiosos que se desviven doblando el lomo sobre los microscopios, que son tanto más importantes que yo… Yo no soy más que una pobre muchacha que ha tratado de darle al público lo poco que Dios le ha brindado… Pero no sé dónde leí el otro día que, dentro de veinte años, habrá miles de chicos que se morirán de hambre por día, si no se reparte mejor la riqueza del mundo… Frente a esta desgracia universal, ¿qué importancia tiene que yo celebre mis setenta años?”

[…] “Usted dice que la gente me quiere”, dice, acallando por un momento la invisible furia de Corbata. “¿Y está seguro de que es cierto, de que me quieren? Porque mire que a veces puedo ser muy antipática… Hoy, por ejemplo, fui a la Chacarita, a embellecer la casa de mi madre (quienes conocen el lenguaje retórico de Tita, saben que se refiere a una sepultura). Había gente allí, mirándome fijo, y si hay algo que no aguanto, es que me incomoden en mis cosas privadas. Es una falta de respeto que no tolero…”

Con Tita irascible, ya se avanza un buen tramo. Hay, sin embargo, algunas recaídas: “Usted me pregunta si el Buenos Aires de hoy es mejor que el de antes, el mío… No. Yo prefiero aquel… Porque uno caminaba por la calle sin necesidad de mirar para atrás. Porque uno podía darse la mano de vereda a vereda, cuando Corrientes era angosta. Porque las chicas salían de su trabajo, se tomaban el Lacroze y se iban tranquilamente a sus casas… Hoy no. Las veo apretujándose de manera inhumana en los colectivos, corriendo como desaforadas. Mire usted una chica como Susana Campos. Está haciendo, al mismo tiempo, una tira de televisión, una obra de teatro, una película. ¿Cuándo tiene tiempo para vivir?”.

Y Tita ya está en lo suyo. Soberbia y modestia se apelotonan en una misma frase. A través del tubo, Corbata se ha llamado a un extraño silencio, quizá porque entiende que su ama ha cobrado el fuego necesario, que ya no precisa interferir. “Sí, me han dicho muchas veces lo que usted me está diciendo. Que yo podría haber llegado a ser una Katina Paxinou, una Magnani… sin embargo, siempre interpreté a mujeres del pueblo, a mujeres porteñas. Y me honro de ello. ¿Quiere que le diga una cosa? Me parece que todo ser humano que nace tiene su propio casillero. [Maravillosa Tita, capaz de olvidarse de repente de toda la moralina santurrona y espetarle a uno, así como así, una verdad simple, luminosa, popular.] Y mi casillero, eso lo comprendí hace muchos años, está en las pausas, en los silencios capaces de transmitir el sufrimiento de la mujer porteña. Por eso, nunca me arrimé a Shakespeare, ni a Esquilo… No sé si hubiera podido hacerlo… Sí sé que ese no era mi casillero.”

Mientras Tita sigue hablando, reaparece una imagen inolvidable. Está inserta, aunque eso no importa, en una de sus películas más flojas. Ahí, en La morocha, ella es una “mujer de la vida” redimida por su amor hacia un pianista joven y romántico. Al final, en una de esas escenas absurdas y totalmente irreales del cine de Amadori, Tita lo ve tocando Chopin en una lujosa sala de concierto, decide que su amor sólo será un lastre para él, un hombre que aspira a otra posición social, y se va, enfundada en un impermeable blanco que podría haber sido de Michéle Morgan, hacia una vaga Costanera cubierta de las brumas impecables de Argentina Sono Film. No mira para atrás: su boca, que sí parece un buzón, se tuerce en un rictus sufrido e inolvidable, en una renuncia que es, al mismo tiempo, la conquista definitiva de una magnífica soledad. Y el teléfono apenas si puede interferir la violencia de esas imágenes conjuradas por la memoria, porque ella está hablando, ahora, de cómo cambia la gente, de cómo la gente se hace más adulta. “Lo vi ayer a Balbín, en la reunión con la Presidente… Y lo que dijo ahora me parece que hace veinte años no lo hubiera dicho… Todos cambiamos, todos llegamos a comprender nuestra verdad a medida que nos hacemos más maduros… […] Pero en fin, ya hemos hablado una barbaridad de tiempo… Dígame, ¿cuánto gana un periodista? Bueno… Tanto gusto… Y si algún día me ve por la calle, dígame: Soy el periodista de La Opinión que le hizo el reportaje telefónico. Y charlamos. Porque si no, a la gente que me para, no le doy corte. Quiero que respeten mi intimidad. Mucho gusto. Y que Dios lo guarde…”

Solo los pedantes y los estúpidos se toman el trabajo de analizar si Tita es buena o mala actriz. “Festival de cejas”, calificó un crítico pedante su trabajo en La madre María, sin tener en cuenta que esas cejas son capaces de transmitir, dentro de un código no menos riguroso que el del teatro kabuki, toda la soledad inconmensurable de un ser humano, que es mucho más que una mera actriz.

No importa lo que se diga de Tita. Aunque nacida en un casillero, nadie pudo investigar, hasta ahora, su verdadera dimensión. Ella misma lo dijo, en una formulación imperecedera: “¡Y se dicen tantas cosas…! Mas si el bulto no interesa, ¿por qué pierden la cabeza preocupándose de mí?”.


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