«Raquel del Carmen Rubino Weinschelbaum nació el 5 de octubre de 1954 en Vicente López, provincia de Buenos Aires. Desde pequeña se apasionaba por la defensa de lo que consideraba justo. Ya en el Colegio Nacional de San Isidro lideraba defensas al respecto. Cuando ingresó en la Facultad de Arquitectura sus inquietudes hallaron cauce en un grupo de compañeros que frecuentaba una villa de emergencia junto a la Panamericana, en Vicente López. Allí conoció de cerca lo que vivían sus pobladores. Abandonó las acostumbradas diversiones de fin de semana para colaborar en lo que fuera mejorar el sitio, con los conocimientos que ellos tenían, con aportes de lo que podían llevar y sobre todo con el entusiasmo que empleaban. Al atardecer lo amenizaban con payadas y truco. Volvía a casa cansada pero contentísima. No hay duda de que simultáneamente politizaban, para llegar a un mundo mejor, que creían indispensable y asequible. El 23 de junio de 1976, en la esquina de Av. Santa Fe y Edison, donde acudió a un encuentro, de uno de los clásicos Ford Falcon bajaron dos personas que la subieron por la fuerza. Lo contó quien iba a encontrarla y lo vio desde cerca. Nunca más supimos de ella.»
[Nota de su madre, Lola Weinschelbaum Rubino.]
Aún recuerdo su llegada
Subí al tren con destino a Buenos Aires. Partiría de Santiago del Estero a las 10. Un calor agobiante me asfixiaba. Para colmo estaba bastante molesta en ese vagón de segunda con sus rígidos asientos de madera. Traté de acomodar mis valijas lo mejor posible y volví a sentarme.
Comencé a mirar por la ventanilla sin darles mucha importancia a las cosas que me rodeaban.
Al rato, cansada de ver esa triste y polvorienta estación, me dediqué a observar a la gente que subía: mujeres cargando grandes bolsos, y detrás de cada una de ellas varios niños, algunos llorando, otros riendo y varios asustados. Los hombres con sus típicos sombreros, su piel cobriza y sus ásperas manos que evidenciaban muestras de trabajo. Estaban vestidos todos con la mayor sencillez y pobreza, llevaban, entre sus bolsos, uno con comida (detalle que yo había olvidado, acostumbrada a comer burguesamente en el comedor del tren o ser servida por una azafata).
Traté de imaginar cómo serían las vidas de aquellas personas y me di cuenta de lo cómoda que era la mía.
No sé cómo comenzó la charla con mi compañera de asiento. Solo recuerdo que me contó todas sus ilusiones: quería llegar a Buenos Aires e ir a cantar en la radio como Palito. “Voy a ganar un montón de plata y voy a aprender a leer y a escribir. Después voy a volver a Santiago a repartirla con los vecinos.”
Su dulzura era extraordinaria, sus negros ojos sesgados brillaban cuando me hablaba de sus planes. Su boca, grande y de gruesos labios, se movía con suavidad. Su larga cabellera negra estaba atada detrás de la nuca con un moño marrón.
Sus manos eran grandes, y al igual que las de los demás, demostraban haber sido usadas para los más rudos trabajos. Tenía 19 años. Se llamaba Juliana María Tersi. Llevaba puesto un vestido rojo con lunares blancos tan redondos como su cara y zapatillas blancas.
Me sentí muy incómoda por un rato. Yo sabía que el primero de sus sueños era casi imposible, que solo lo lograba uno entre un millón, y no solo eso, sino que en Buenos Aires le sería muy difícil encontrar las facilidades necesarias para trabajar y estudiar al mismo tiempo…
Pasaron las horas, ya íbamos llegando.
Le di a Juliana el número de mi teléfono y le dije que me llamase, que yo la ayudaría en caso de cualquier dificultad.
Me aclaró que no me tenía que preocupar, que iría a vivir con su tío “el Tito” hasta tanto ganase mucha plata…
Bajamos en la estación. Creo que nunca podré olvidarlo: sus ojos se abrieron descomunalmente, su boca no se movía, sus manos temblaban. Me miró asustada. No sabía qué hacer.
Le pregunté si veía por allí a su tío, me dijo que no, que quería volver a Santiago, que allí había demasiada gente, ¿dónde está la radio?, me preguntó, ¡tengo miedo!, repetía.
A un año de distancia de aquello aún recuerdo su llegada. Creo que Juliana vive contenta aquí, conmigo, en el departamento.
* * *
DESCRIPCIÓN: En el dormitorio vacío la noche cerrará los espejos.
(“Campo atardecido”, de J. L. Borges)
Poco a poco esos odiosos intrusos iban sacando los tesoros del cuarto de mis sueños: “el cuarto de los espejos” (el que ellos, despectivamente, llamaban bohardilla).
–Sí, están dejándome sola poco a poco. Sin nada con que soñar, sin nada en que pensar.
Creo que voy a morir en un mar de lágrimas. ¿Y ellos?…, ¿no se conmueven?, ¿no les importo?
Recuerdo que sentada en el piso veía allí, en la pared verde, “el espejo mayor”. Aquel que había sido del bisabuelo y que reflejaba tertulias de 1810, las reuniones en casa de Mariquita; mujeres con antiguos vestidos largos y muy adornados; todos aquellos próceres que odié en la escuela primaria, y que frente a ese espejo me resultaban interesantes y hasta un poco cómicos a veces.
En la pared blanca, los tres espejos chicos: el que había sido de tía Marieta (ese que reflejaba escenas trágicas y al que tenía tanto miedo que a veces lo tapaba con el paño negro); el de tía Sonia (aquel pequeñito que reflejaba escenas románticas parecidas a las creadas por Shakespeare en Romeo y Julieta), y por último el de Malena, que me admiró porque jamás reflejó nada (creo que Malena fue siempre una cabeza hueca).
En la pared amarilla, el de abuelita, un espejo muy alegre que contaba cuentos, fantasías mitológicas y tantas historias lindas…
Pronto no habrá nada y ya nunca más “en el dormitorio vacío, la noche cerrará los espejos”.
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