El pozo

Debieras extinguir tus ojos
antes de que se extinga el sol
para dejarlo encendido.

Antonio Porchia

No es que haga frío aquí. Es la humedad. Esta humedad que jamás se desprende de las paredes de cemento, o de yeso, no sé, no puede verse gran cosa aquí abajo. Las paredes siempre mojadas. Y estoy segura de que no se trata de un fenómeno de condensación de humedad o cosas así, mucho menos que el goterío venga cayendo de tan arriba, desde el círculo de luz. Es como si las mismas paredes sudasen, como si la humedad les viniese de adentro, del otro lado de la superficie. Qué habrá del otro lado. Tierra quizás, con sus capas de arcilla, de tosca, de piedra. No es posible que hasta aquí llegue la raíz de un árbol, por gigantesco que sea. He escuchado de árboles que hunden sus raíces metros y metros, pero no creo que ninguna raíz alcance estas profundidades. Es la humedad de la tierra la que se filtra de este lado de la pared. Esta idea, la de la tierra, me tranquiliza un poco. Sería insoportable pensar que hay agua del otro lado. Que estas paredes son la superficie interna de un cilindro clavado en una laguna, o en un pantano. Que pudieran rajarse un día, quebrarse rápidamente, y esto se inundase de agua y yo chapoteando en medio del espanto. Igual a una rata. Trato de evitar el contacto con las paredes porque he percibido el moho, el verdín, bichos de humedad, y eso me impresiona. A veces el aire se vuelve sofocante. Pero no es la temperatura, es la humedad lo que me rodea y me ahoga y me provoca esta picazón, como si el verdín y el moho y los bichos se fuesen metiendo en la piel.

Nada hay que yo pueda dominar aquí. No duermo cuando me propongo dormir sino cuando el sueño me vence y me quedo dormida sin darme cuenta. Tampoco sé por qué despierto, si es por los ruidos que llegan de arriba, o porque he dormido mucho o un mal sueño de ésos que nunca recuerdo me despierta de golpe. Aunque las palabras mucho y poco no tienen sentido aquí, un lugar donde el tiempo parece ser otra cosa. No hay manera de calcular el tiempo. Antes tenía un reloj, un típico reloj de mujer, pequeño, plateado y de formato redondo, que me regaló mi padre. Tardé bastante, tal vez días, o semanas, en darme cuenta de que ya no tenía reloj. Ni siquiera puedo medir el tiempo por el día y la noche. La luz del círculo allá arriba no se apaga nunca, siempre es de día, siempre el sol entra furioso por la boca del pozo, igual que los ruidos, pero tampoco estoy segura de que sea el sol el origen de la luz. Cabe la posibilidad de que haya reflectores, potentes, similares a los reflectores de los estadios. Por eso no puedo hacer marcas en la pared, como los presos que van contando los días, uno tras otro, y cada día, cada semana, se transforman en una raya. Los ruidos no me sirven de referencia porque el silencio no existe. Ruidos que no se detienen, voces alegres, bullangueras, voces de chicos que juegan y gritan como si estuviesen en el recreo. Aunque a veces hay otra clase de gritos, entonces enmudecen, una voz enérgica, llena de autoridad, que podría ser la de un celador, o la de un militar. No puedo entender lo que dice. Sus gritos son un aluvión de palabras incomprensibles, no sé si por la violencia, o acaso sea otra lengua, un idioma que no comprendo. Pero apenas termina de gritar, vuelven las voces de los chicos, al principio con cierta timidez, después tan cargadas de risas, de juegos, tantas diversiones. Y así siguen y siguen, hasta que luego de un tiempo, no sé cuánto, un tiempo que no es poco ni mucho, que es solamente tiempo, regresa la voz del celador, o del militar, que los hace callar por un instante, hasta que la voz desaparece y entonces se repite el griterío de los chicos y su eterno recreo. Yo también he gritado con la esperanza de que me escuchen, que alguien me oiga, pero las voces de los chicos, el recreo, son imperturbables. Antes me reconfortaba escucharlos, pero ahora daría cualquier cosa por un poco de silencio. Digo cualquier cosa y no sé a qué me refiero. Qué podría dar yo en estas condiciones. Lo único que tengo es mi propia existencia.

Al principio no estuve sola. Había un hombre aquí. Yo siempre me mantuve lo más alejada posible de él, en el otro extremo de la pared. De todos modos el hombre apenas si se movía, apoyado contra la pared, en la parte más oscura del pozo, siempre en esa posición fetal, con la cara hundida en las rodillas. Vestía ropa muy corroída, andrajos, y estaba descalzo. Tenía barba y el pelo negro crecido y enmarañado. Además despedía un olor fuerte y desagradable y vivía tirándose gases. Una vez me acerqué creyéndolo dormido, pero se movió de repente, como sacudido por los sueños, y se quedó mirándome. Yo corrí de nuevo a mi lugar. Tenía un rostro extraño, los labios rojos y brillantes, se diría femeninos, hasta que me di cuenta de que estaban siempre humedecidos por la baba, una baba que le mojaba los pantalones por la zona de los muslos y del sexo. A veces sus ojos se dirigían a mí, y otras vagaban por las paredes del pozo sin fijarse en nada en particular, nada más vagaban como si anduviesen perdidos por el aire. Pero cuando más terror me causaban era en esos momentos en que los ojos se volvían hacia arriba, hacia el círculo de luz, aunque sin fuerzas o sin ánimo suficientes para levantar la cabeza, y entonces los ojos se ponían casi en blanco, dos esferas blancas y lagrimosas como las de los ciegos. Y así se pasaba horas, si es que aquí el tiempo pudiera medirse en horas. La sola posibilidad de que se arrimase y que intentara incluso forzarme, me provocaba asco, una especie de náusea que me llenaba las narices y la boca. Por suerte jamás ocurrió nada de eso, y no sé si tendría fuerzas siquiera para moverse. Una vez desperté y el hombre ya no estaba. No sé cómo salió del pozo, o cómo y en qué momento se lo llevaron.

Es extraño. Conservo sus rasgos concretos, los labios rojos, la baba, el pelo revuelto, su mirada perdida, y sin embargo el rostro se me va desdibujando en la memoria. No logro sostenerlo. El rostro se disuelve a pesar de que sea lo más cercano desde que estoy en el pozo. Vengo notando esta disposición a extraviar los recuerdos. Los rasgos de mis seres queridos han empezado a fragmentarse. Todavía puedo retener la cara de mi madre, pero olvidé algo de sus ojos, aunque no pueda precisar si es el color o cierta expresión en la mirada, algo se ha perdido. Los labios de mi padre se mantienen firmes, pero la sonrisa, no sé qué de la sonrisa, también se fue borrando. Me cuesta cada vez más reconstruir sus rostros. Se me confunden ciertas propiedades de papá con las del tío Nicolás, se mezclan las caras de mis hermanos, las cejas, la caída del pelo, cuál tenía barbilla, cuál los dientes desparejos, cuál la mandíbula apretada y dura. Mis amigos, mis amigas, la vecina de enfrente y su perro blanco, todos metidos en un viejo álbum de fotografías que van perdiendo el color, se vuelven ocres, rostros y figuras cada vez más pequeños, más lejanos. Ya no sé cómo aferrarme a las cosas. Repito en voz alta nombres, direcciones, números de teléfono, fechas de cumpleaños, pero estos datos también pierden sustancia, de tanto decirlos van quedando vacíos, son sólo apuntes en una libreta. Lo mismo me ocurre con ciertos libros, películas, canciones, se diluyen las historias, los personajes, las melodías se quedan sin música. Sólo permanecen los títulos, huecos como el espacio de este pozo.

En un principio se me daba por llorar. Lloraba y lloraba permanentemente. También gritaba hasta quedarme sin voz. Seguía llorando y gritando aun después de comprobar que nada podía obtener, que era lo mismo hacerlo que no hacerlo. Entonces los ojos se me fueron secando y la voz se volvió callada, metida hacia adentro. Sólo murmullos y presencia sin lágrimas. Siento ahora un profundo desprecio por esos comportamientos que no sirven de nada. Al menos me he despojado de los actos inútiles.

Zelmar Acevedo Díaz


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