El tipo

Se despierta agitada entre un confuso escalofrío: desde la oscuridad le llega ese ruido punzante, como viniendo de la pesadilla, un alarido que ya se aleja en el silencio de la calle.

Una sirena, piensa. Bomberos. O tal vez una ambulancia, qué más da.

No volverá a dormirse. Imposible dormirse con esa sensación opresiva en la garganta. Le cuesta tragar, como en sus peores épocas, cuando lo de la separación y todo eso. Aunque ahora es distinto.

Empapada de sudor, le tiemblan las manos. Se toca el pecho, con el corazón a mil. La cabeza se le parte de dolor.

No está sola: tiene un tipo al lado.

Un desconocido que duerme en absoluta calma, ajeno al mundo.

Y la boca pastosa, sucia. Descubre un regusto agrio que le provoca náuseas. La resaca del vodka no tiene nada que ver. Quizás haya vomitado antes de irse a la cama. No, no puede acordarse. Tampoco de si cogieron o no. 

 Reverbera un relámpago. Aparece el estruendo, y ella se cubre los oídos con la almohada.

Ignora el nombre del tipo, ni siquiera sabe si llegó a decirle el suyo. El tipo se mueve y murmura algo, sonidos que ni oye. Seguro que lo aguijoneó el trueno que se ha desbarrancado por la habitación.

El tipo se queda quieto. Ella no se explica cómo el batir de su corazón no lo ha despertado todavía. Otra vez se lleva la mano al pecho. Y encuentra una tela suave.

¿Se ha vestido?

No recuerda haberse puesto nada: hace años que duerme desnuda.

Debería prender la luz…, y no se atreve. Tampoco se atreve a salir de la cama, por miedo de despertar al tipo.

No puede reagrupar los fragmentos de la pesadilla, ese sueño bruto que se le antoja como un atropello de la mente. Nota un aroma ácido y dulce. El tipo debe de usar algún perfume raro, importado.

Le laten las sienes. Con el borde de la sábana se seca la frente, desliza un dedo por el surco húmedo de sus senos. Se incorpora para mirar el despertador. Sobre la mesa de luz deberían brillar las rayitas rojas flotando en la oscuridad. Busca el reloj, a tientas.

Nada.

Es absurdo: nunca su habitación estuvo tan negra, nunca vio ella tanta oscuridad.

Jamás.

Desperté en otro lugar, piensa.

¿En la casa del tipo?

Imposible.

Pero… ¿será esa, realmente, la casa del desconocido que ahora duerme a su lado, aquel pintón que la abordó en Arkham, el boliche del acuario enorme, a la salida del cine?

Sosteniendo una copa, el tipo se había acercado a su mesa de bebedora solitaria. Con una cortesía antigua y caballeresca, le pidió permiso para sentarse y compartir su drink. Sonreía con toda la anchura de su boca, con esos ojos. Cosa rara, en un momento le alabó las uñas. Y no paraba de lanzarle solícitas preguntas sobre sus viejos, sobre su trabajo, sus gustos. Divertía, seducía, intrigaba. Movía a la confidencia.

Ella recuerda haberle contado ciertos detalles de su vida. Bah, otra que “ciertos detalles”: le dijo cosas que, de no haber estado tan borracha, no le habría confesado jamás a un extraño, cosas que nunca había hablado con nadie. Y el tipo escuchaba, parecía un amigo de siempre. Le daba pie para que siguiera contando, para que se vaciara. Y ella lo hizo. Vaya a saber el tiempo que estuvo hablándole en voz baja al tipo. Le habló de cómo todo se había ido lentamente al carajo con Guillermo. De su primer aborto, cuando no era más que una pendeja. De las mentiras absurdas que había usado con su madre para negarle unos pesos ―los únicos ganados en años de quiniela― que la vieja le había pedido para operar al padre. Le habló de su intento de suicidio, cuando la largó un profe y debió abandonar el colegio. Le habló de su peregrinar por trabajos sin futuro, de su fiebre por el vodka. Y el tipo escuchaba, escuchaba. Intervenía también: decía cosas acerca de sí mismo, de sus intereses, de sus conquistas en este mundo. Tenía un acento extranjero. Ruso o alemán, o algo así. Era apasionante oírlo hablar de sus viajes por el universo, por todos los tiempos ―eso había dicho, “por todos los tiempos”― del universo.

Le había parecido un tipo de guita. Más bien un príncipe, un príncipe jodón. Un alto mandatario en el exilio. Un marino. Hablador, grandilocuente, pero no agrandado. Y ella era cada vez menos consciente del mundo, de las tornasoladas ondulaciones que irradiaba el acuario, de las parejas que se comían la boca hipnotizadas por la orquesta. Quería atrapar con su mirada el anillo de oro y rubí que el tipo ostentaba en el meñique ―acaso no se caería redonda al piso si lograba mantener los ojos fijos en algún punto―. Y las palabras se le empastaban, se le disolvían en una creciente marea de alcohol y humo. Sonaban como una música lunar, nocturna. Y el tipo hablaba de los miles de lugares que, según decía, la gente común desconoce. Hablaba de la magia, de la maravilla y del ensueño de aquellos rincones que el universo reserva para los elegidos, para los privilegiados como vos y yo, mi reina.

Mi reina. La llamaba mi reina, mi princesita, mi gran diosa blanca. Gran Diosa Blanca ella, nada menos, esa chirusita a quien las raíces negras ya le estaban arruinando la tintura. Esa forra sin destino, con apenas su primer año de secundaria sin terminar. Esa eterna aprendiza de manicura, con su pelo mal pintado de rojo y sus jeans apretados y sus cigarrillos baratos y sus cinco raspajes y su cucha de 4 x 6 mantenida por un usurero y sus disparatadas pilas de platos sin lavar, reventando de gusanos la pileta.

Pero, sea como fuese, el tipo se molestaba en hablarle ―sí, a su “princesita”― de cosas de las que ella no tenía ni idea. Y lo peor era que ella, la chirusa que no sabía ni hacer la letra O con un vaso, le iba encontrando un sentido a toda esa mierda. Entendía todo sin siquiera haber oído jamás ni la mitad de las palabras, ni mucho menos. Era como si la sola voz del tipo le abriera la cabeza al evocar la pompa de la Francia de Luis xv, los palacios vieneses de los tiempos de Mozart, las cortes de Catalina la Grande y de Leopoldo ii, la violencia de las carreras de cuadrigas, la furia iconoclasta ―usaba palabras raras el tipo― de Enrique viii. Le describió la agonía de las brujas achicharrándose en las hogueras de Calvino. Le habló de su goce al desnudar a Luis ii, el rey loco enamorado de Wagner. Le habló del encanto de los desiertos, de las ráfagas y de la arena en remolinos, de la soledad sin principio ni final. Le habló de la lanza que penetró el costado de Cristo.

―Brindo ―había dicho el tipo hacia el final de la noche―, brindo por la majestad del rey de los demonios del viento, por el portador de las tormentas y la peste y el delirio. Brindo por Cthulhu, por Azathoth y las Montañas de la Locura.

Y después fenómenos que imponían su dominio de doloroso vértigo, ramalazos, imágenes sueltas en las que había también como un chasquear de alas que venía de las alturas. Y el acuario ya no era el acuario. Sí lagos, sí mares, sí océanos de fuego, peces-pájaros detrás del vidrio. Y después la mano de rubí deslizando billetes en la garra del patova de la puerta, y después la avenida y la gente en manada entre automóviles en caos. La avenida, o lo que quedaba de su ritmo de sábado nocturno. Lo que ella apenas podía reconocer mientras el tipo paraba un taxi y la empujaba adentro.

En la total oscuridad.

Con el tipo aun durmiendo a su lado, recuerda su sonrisa fatal: le había dicho que el universo sin tiempo sería de ella, de su princesita, si él la ganaba esa noche de sábado.

Y ella dejó que el tipo metiera mano, cebándose en sus pechos, y alcanzó a ver en el retrovisor los divertidos ojos del taxista.

Y el beso había sido inolvidable. Invitaba a la veneración, a la noche, a la más degradante dulzura. Llamaba al hastío. Oro y escarcha. El beso de un príncipe, pero también el de una bestia.

Y después la oscuridad.

Y este despertar, acompañada. Bordeado por el límite de las sombras, el tipo duerme. Bulto sin forma. Masa tubular, imprecisa.

Ella no logra oír su respiración.

Va a tocarlo.

Va a tocarlo, pero se acuerda del lugar en que la obligó ―¿la obligó?― a poner la boca. Había visto hacer eso en una revista: la gorda disfrazada de bruja, arrodillada atrás de un hombre en cuatro patas, desnudo y enmascarado, con desproporcionada cornamenta. En varias de las fotos colgaba de la pared una cruz, pero al revés.

Se aparta del tipo, manotea la mesa de luz en busca del velador. Pero la mano se pierde en el aire. Ni velador, ni mesa de luz.

No está en su dormitorio.

No puede ser. De un salto se levanta y descorre las cortinas del ventanal que entrevió cercano a la cama.

Y sale al balcón.

La claridad de la calle le llega como una visión tenue y neblinosa en medio de la noche.

Hace frío. Sube un olor acuoso, nauseabundo. Ella se frota los costados y mira hacia abajo. Mira hacia la calle.

Pero no, no hay calle. La calle es de agua.

Se restriega los ojos, y vuelve a asomarse.

La calle es de agua.

Hay antorchas que reflejan su intermitente luz en el agua, hay barcas que navegan por ese río, por ese canal en que la calle se convirtió. Hay palacios enfrente, hay una iglesia enorme, y hay góndolas y muelles y luces que brillan en la noche.

Dos parejas caminan por la orilla del canal. Los hombres llevan capas amplias, sombreros emplumados, espada al cinto. Las mujeres se ocultan con antifaces.

Advierte ella entonces que se tambalea, busca apoyo en el mármol de la balaustrada.

Desde la cámara le llega un ruido. No quiere mirar.

El tipo. El tipo, que se ha levantado.

Oye que avanza hacia ella. Tiene la garganta seca, rellena de ceniza. El olor agridulce se hace más denso. Hedor a descomposición, a pulpa podrida.

Oye las pisadas. Se acercan muy despacio.

Dos góndolas hienden las aguas dirigiéndose hacia las parejas. Filos lentos, fúnebres.

Y el suelo le tiembla bajo los pies, el suelo se le abre más y más en un vértigo de grieta y alarido y salto hacia la nada. Descubre que la pendiente de la noche es áspera. Es de tiniebla, de escamas, de cortantes alas de cuero. Ella cae y cae en el vacío, vuela en remolinos espesos de negrura. Se oye gritar. Y se ve a sí misma, lejos, lejana, muy lejos de Venecia. Avanza por un pasillo estrecho, resplandeciente. La luz blanca es tan poderosa que no logra distinguir el final del corredor. Por el frío de las baldosas en los pies, sabe que no está soñando. Una figura imprecisa cruza el fondo. Ella grita, y su propio eco la horroriza. No quiere seguir, pero es necesario que encuentre a alguien, un auxilio: se sofoca, y el aire es un ardor húmedo, imposible de respirar. Huele a desinfectante, a viejo, a orines concentrados y perfume barato. Sus pasos la llevan por el corredor, flotando casi. A través de las paredes le llegan voces, llantos, gritos. Y sigue y sigue, sin saber a dónde.

Se encuentra ante una puerta cerrada, una habitación desconocida.

La puerta se abre, y ella se detiene ante el umbral. Sabe que no debe asomarse, pero tampoco soporta la tentación.

Y los ve.

Su madre y su padre. La madre, sentada en una silla, con un rosario entre las manos. El viejo en la cama, de costado. Jadea y rechina los dientes, con el pecho destrozado por el cáncer. El hedor de las pústulas vuelve a ella: escaras, costras purulentas que nunca se había atrevido a restañar.

Su madre deja el rosario y le sonríe.

―Sos vos ―dice, levantándose―. Sos vos, mi vida.

Ella quiere entrar en la habitación, abrazarlos. Piensa que tal vez le quede una oportunidad.

Y la puerta se cierra en sus narices.

Y una zarpa desgarra su cuello desnudo, más y más.

Y una burla ronca y tierna se insinúa como de lejos. Lejana. Más y más lejana.

Sos vos… Mi princesita. 

Di Marco

Pintor. Pablo Picasso. “La mujer que llora”


Los comentarios están deshabilitados